Nueva York a finales del siglo XX es, difícilmente, la ciudad que San Agustín soñó. Lo que sí es: una metrópolis que está a punto de entrar en un nuevo milenio, en la que el caos reina y donde Dios brilla por su ausencia.
Este es el lienzo sobre el que Doctorow pinta un retrato impresionista de un hombre de frágil moral y de sus posibilidades de redención.